La Revolución Francesa de 1830, también conocida como Revolución de Julio, fue la segunda Revolución Francesa tras la primera de 1789. Provocó el derrocamiento del rey Carlos X de Francia y el ascenso de su primo Luis Felipe, duque de Orleans.
El reinado de Carlos X
Tras la derrota de Napoleón en mayo de 1814, Europa, incluida Francia, se enfrentó a un estado de caos. Se convocó el Congreso de Viena para redefinir el panorama político del continente, con importantes poderes de decisión en manos de Austria, el Reino Unido, Rusia y Prusia. Durante el congreso, se acordó que Francia volvería a sus fronteras de 1791, y la monarquía borbónica, derrocada previamente durante la Revolución, sería reinstaurada con Luis XVIII en el trono.
Tras la muerte de Luis XVIII en septiembre de 1824, su hermano Carlos asumió el trono francés como Carlos X. Su objetivo era restaurar la monarquía absoluta y hacer retroceder las reformas liberales introducidas durante la Revolución Francesa y la posterior era napoleónica. Con una creencia inquebrantable en el derecho divino y un desprecio por las aspiraciones cambiantes del pueblo francés, el reinado de Carlos X se hizo cada vez más impopular.
La chispa que encendió la Revolución de Julio se produjo el 27 de julio de 1830, cuando Carlos X promulgó una serie de decretos, conocidos como las Ordenanzas de Julio. Estas medidas restrictivas disolvieron la recién elegida Cámara de Diputados, impusieron una estricta censura, restringieron el sufragio y limitaron la prensa. La población francesa, ya descontenta con la política del rey, estalla en protestas por todo el país.
Los tres días gloriosos
El primer día de la revolución, París se volvió cada vez más tensa y las tropas y las armas se concentraron en lugares estratégicos. Al principio, los soldados hacen disparos de advertencia mientras la multitud les lanza piedras y objetos. Los enfrentamientos continuaron durante la noche, con víctimas civiles y la destrucción de farolas.
Al día siguiente, los disturbios continuaron en toda la ciudad. Las tropas intentaron mantener el orden, pero la situación se deterioró rápidamente. Los manifestantes gritaron consignas contra el rey y exigieron su destitución. El duque de Ragusa, Maréchal Auguste Marmont, recibió la orden de reprimir los disturbios, pero se encontró con tropas y provisiones limitadas. A pesar de las súplicas de los opositores por una resolución pacífica, tanto Marmont como el ministro principal del rey, de Polignac, se negaron a retirar las Ordenanzas.
Al tercer día, la revolución se había convertido en un conflicto en toda regla. París estaba sumida en el caos, con barricadas levantadas por toda la ciudad. Mientras tanto, los monárquicos no aparecían por ninguna parte. Por otra parte, Marmont no tomó medidas decisivas ni buscó apoyo adicional, dejando que la situación se deteriorara aún más. El palacio de las Tullerías fue saqueado y la bandera tricolor de los revolucionarios ondeó sobre importantes edificios. En este momento crítico, el duque de Orleans, Luis Felipe, llega al Palais-Royal, convirtiéndose en una figura prominente en el desarrollo de los acontecimientos.
Resultado y consecuencias de la Revolución
La Revolución de Julio llegó a su fin el 2 de agosto de 1830, cuando Carlos X abdicó en favor de su nieto, Enrique V. Sin embargo, la monarquía borbónica ya no era sostenible, y la corona pasó finalmente a Luis Felipe, que se convirtió en el «Rey Ciudadano» e inauguró la Monarquía de Julio. Este nuevo régimen trató de encontrar un equilibrio entre los ideales de la revolución y la preservación del orden social, introduciendo reformas limitadas y ampliando la influencia política de la clase media. Sin embargo, el reinado de Luis Felipe no tuvo éxito, ya que fue derrocado en la Revolución Francesa de 1848.
La Revolución de Julio sirvió de catalizador para otras naciones europeas que aspiraban a liberarse de un régimen autocrático y emprender reformas liberales. En Bélgica, inspiró un levantamiento contra el dominio holandés que condujo a la creación de un Estado independiente en 1831. Polonia también experimentó un auge del sentimiento nacionalista, que culminó en el Levantamiento de Noviembre de 1830-1831 contra la dominación rusa. Italia tampoco fue inmune a la oleada revolucionaria, ya que se produjeron levantamientos en varias regiones. El Reino de las Dos Sicilias, los Estados Pontificios y los ducados de Parma y Módena fueron testigos de importantes disturbios, con demandas de reformas constitucionales y unificación nacional que resonaron por toda la península. Aunque estas revueltas fueron finalmente sofocadas, las aspiraciones que despertaron sentaron las bases de las futuras luchas por la independencia de Italia.
Del mismo modo, la Revolución de Julio influyó en Alemania, donde el concepto de unidad nacional y las reformas liberales cobraron fuerza. Organizaciones estudiantiles como los Burschenschaften exigieron derechos constitucionales y el fin de la fragmentada Confederación Alemana. Aunque sus aspiraciones fueron aplastadas a corto plazo por las potencias conservadoras, la Revolución de Julio plantó las semillas de una Alemania unificada que acabaría fructificando en 1871.
Autora: Beatriz Camino Rodríguez