Entre 1609 y 1614, la Corona española promulgó una serie de decretos para expulsar a los moriscos, descendientes de la población musulmana de España convertidos por la fuerza al cristianismo.
Antecedentes
En varias partes de España surgieron tensiones entre los moriscos, descendientes de la población musulmana de España que se habían convertido al cristianismo, y los cristianos viejos, aquellos de ascendencia no morisca. Los cristianos viejos solían dudar de la sinceridad de las conversiones de los moriscos y sospechaban que practicaban el Islam en secreto. Sin embargo, gran parte de la animosidad entre cristianos viejos y nuevos tenía su origen en divisiones étnicas, más que en diferencias puramente religiosas.
Durante el siglo XVI estallaron varias revueltas, la más importante de las cuales fue la de 1568-1573 contra el edicto de Felipe II que prohibía el árabe y los nombres árabes y obligaba a los niños moriscos a ser educados por sacerdotes cristianos. Tras la violenta represión de la revuelta, Felipe ordenó la dispersión de los moriscos granadinos a otras partes de España, con la esperanza de que esto condujera a su asimilación. Aunque tuvo cierto éxito, las prácticas islámicas y las tensiones étnicas persistieron.
Al mismo tiempo, el poder de España en Europa se debilitaba. Los rebeldes protestantes de los Países Bajos se apoderaron con éxito de gran parte del territorio español, formando la República Holandesa. Esta derrota, unida a las críticas protestantes que acusaban a España de estar «corrompida» por los musulmanes, empujó a la clase dirigente española hacia acciones más radicales.
La situación empeoró cuando una recesión golpeó al país debido a la disminución del oro y los tesoros de las colonias americanas de España. La consiguiente recesión económica agudizó las tensiones entre moriscos y cristianos viejos, ya que ambos grupos competían por unos empleos y unos recursos cada vez más escasos.
La expulsión de los moriscos
El duque de Lerma, con la ayuda del arzobispo de Valencia, Juan de Ribera, desempeñó un papel fundamental para convencer al rey Felipe III de que procediera a la expulsión de los moriscos. Ribera, que consideraba a los moriscos herejes y traidores, propuso que la expulsión podía beneficiar económicamente a la corona. Sugirió que la confiscación de los bienes de los moriscos supondría un aumento sustancial del tesoro real.
El 9 de abril de 1609 se firmó oficialmente el edicto de expulsión. Dada la gran envergadura de la operación, se decidió comenzar por Valencia, que contaba con la mayor población morisca. El 22 de septiembre, el virrey anunció el decreto, pero se encontró con la oposición inmediata de la aristocracia valenciana, que temía que la pérdida de trabajadores moriscos devastara sus ingresos agrícolas. El gobierno ofreció parte de las propiedades y tierras confiscadas a la aristocracia como compensación, aunque fue insuficiente para compensar sus pérdidas.
La expulsión de los moriscos comenzó el 30 de septiembre, con los primeros grupos transportados a los puertos. Sólo se les permitió llevar sus pertenencias personales, mientras que sus casas y tierras fueron transferidas a sus antiguos amos. Al llegar al norte de África, los moriscos encontraron hostilidad en algunas regiones y se enfrentaron a levantamientos ocasionales a bordo de los barcos, lo que provocó enfrentamientos con la tripulación y más bajas. El temor a una violencia similar incitó varias rebeliones entre los moriscos que quedaban en Valencia.
Consecuencias
Evaluar el éxito de la expulsión de los moriscos es todo un reto y recientemente ha sido objeto de una reevaluación académica. Algunas estimaciones, basadas en los registros de las órdenes de expulsión, apuntan a unos 300.000 moriscos, mientras que otras más recientes proponen cifras de hasta un millón.
En 1619, el Consejo de Castilla evaluó el impacto de la expulsión y concluyó que había tenido un efecto económico mínimo en todo el país. Esta conclusión se aplicó principalmente a Castilla, pero el Reino de Valencia se enfrentó a un escenario totalmente diferente. La expulsión, que eliminó aproximadamente a un tercio de la población valenciana, provocó graves trastornos económicos. Los campos de cultivo quedaron en barbecho, y sectores económicos vitales quedaron sin cubrir, mientras los cristianos nativos luchaban por hacerse cargo de estas funciones.
La expulsión afectó profundamente no sólo a las economías aragonesa y valenciana, sino también a la dinámica de poder entre sus nobles. La antigua Corona de Aragón, ya eclipsada por la más próspera y populosa Corona de Castilla, vio disminuir aún más su influencia. Mientras tanto, los nobles catalanes, menos afectados por la ausencia de población morisca, ganaron protagonismo. Este cambio contribuyó a un reajuste del poder de Valencia al Principado de Cataluña dentro de la Corona de Aragón.
Autora: Beatriz Camino Rodríguez.